El inspector del colegio vendía marihuana
Las salas no tenían vidrio y yo escribía los nombres satánicos para mis súbditos de la secta.
Haríamos una secta y debíamos renunciar a nuestros nombres cristianos.
En las mañanas el frío entraba a las salas como un dragón de escarcha apretando los cuerpos de todos los que habíamos sido expulsados del pentagrama
como notas desentonadas y deformes
como verso libre sin rima asonante ni consonante
con el espinazo uniformado
con las carnes tatuadas en el desprecio
con el moretón del garrote empuñado por la función social.
Éramos hijos de la oscuridad escribíamos poemas
leíamos a Baudelaire nos íbamos al parque Quinta Normal a descuartizar
botellas de cerveza cajas de vino a las nueve de la mañana, a carcajada nos reíamos del reloj
del futuro
de la corbata
las insignias;
sacábamos los cinturones para pelear contra la tradición encarnada en los alumnos del
INBA, robando sus billeteras
sus relojes
sus sueños tibios
su seguridad
su sonrisa con desayuno,
el gesto seductor ensayado en el espejo del baño con agua caliente.
Caminábamos con la fuerza y la creencia en el caos saludando la soberbia dada por nuestras lecturas escondidas;
nuestro pacto de ser la semilla que daría las flores del mal.
Caminábamos como Rourke o Dillon en la ley de la calle escupiendo alguna línea de la naranja mecánica.
Callejeando en cimarra
echados de todos los locales tratábamos de meternos a un topless
en los caracoles de la calle Bandera,
acurrucados por unos billetes robados a la familia veíamos sexos enchapados en lentejuela,
el primer agarrón la ilbada al pecho cosmopolita que para nosotros era único,
la abertura de pierna el sol rojo y velloso donde nos escondíamos entre cigarro suelto
y broma de nuestras sacerdotisas putas que acompañaban durante días las recurrentes pajas idílicas desesperadas;
la voz de las mujeres pidiendo más plata para un encontrón en el privado,
los porteros echándonos porque venían los pacos ;
corriendo por la calle Mapocho sin corbata saludando la calle que nos dejaba cerca de ángeles caídos desparramados en las plazas subiendo los jampers, metiendo las manos en el calzoncito tibio y adolescente después de jurar amor eterno y tierno en un pacto satánico escolar de fin de mundo,
de nuestro mundo en llamas luego de la campanada que nos disolvió
nos hizo náufragos en balsas pareadas frente a una mujer desconocida,
frente a unas canas que ni el diablo pudo evitar.
Lancelot Lhin.