25.9.05
WONDER BAR
Llevamos cuadras caminando y todo cerrado, pero al menos premunidos de puchos y de un par de chauchas de más. Doblamos en General Mackenna y ahí estaba, de fachada cochina y poco iluminada y un gran letrero que solo indicaba Bar en lo alto de la puerta. El suelo regado con aserrín y clientes que no eran clientes sino parroquianos, con cara de llevar siglos ahí estacionados, esperando a que los recojan. A que se los lleven sus madres, sus novias traicioneras, de esas que no se olvidan. Veo como lánguidamente un caballero se sirve un pipeño de medio y no resisto la tentación de mirarle las piernas a la señora María, de piernas exhuberantes, llenas de vida. Pipeño de medio, evocador de tiempos mejores, cuando podías balbucear el pedido y aún así te atendían. Quizás a veces es mejor tan solo el flotar y dejar que la noche caiga sobre uno. Tal cual lo haría esa jarra de pipeño; aquí se ha detenido el tiempo y la gente comienza a deambular de modo pausado, al igual que los vasos que flotan , que vuelan sobre las cabezas, esas mismas que a la hora del almuerzo observan como pasan de un lado para otro los platos humeantes de cazuelas, mechadas, arrollados y causeos de pata de animales desconocidos.
Nos abrimos paso entre la noche y la marea, mientras don Rubén, tras la barra, pareciese dirigir este gran buque sin tiempo en el cual todos viajamos, en el cual todos tambaleamos probando quien tiene el codo mejor apoyado. Probando que no necesariamente tu vecino de copas tenía el alma tan dura como parecía, ya que a estas alturas comienzan las confesiones. Que tu novia es una puta, que el patrón es un paria. Comienzan los recuerdos; padres que abandonaron a sus hijos, gente que perdió ese mismo día la pega, que tu mujer te engañó. Anécdotas de todo tipo, de todo calibre. Recuerdos que se deshacen en la boca de quienes beben, recuerdos que pretenden ser ahogados, pero que para desilución de madrugada, despertamos al hecho de que con el tiempo los recuerdos aprenden a flotar, a nadar en esos mismos brebajes que pretendían matar.
Adonde se han marchado los locales donde no te llevan la boleta a los quince minutos, mirando con cara de "se acabó su tiempo". Donde ha quedado la sabiduría de detener el tiempo un minuto, al final del día, para relajarse y sumirse en la conversación extendida antes de regresar al hogar.
Ya con los bolsillos vacíos nos marchamos enfilando por San Pablo hacia abajo, satisfechos de haber sentido la calidez propia de la infancia. El sentir que aún hay gente que te cuenta de su vida mirándote a los ojos. Pues quiere que le entiendan, quiere sentir que aún hay algo que compartir, mas no sea la simple dicha de beber y conversar, navegando en este buque que se hunde inexorablemente en lo oscuro de la noche, en la luz de todo el pasado que nos une, en la luz de todo lo que el destino nos depare, en la luz de nuestras almas.
Absinthe.
CONTRA EL HETERÓNIMO
“ Y por eso creo que en última instancia y el último día murió el pobre Isidore Ducasse porque el conde de Lautréamont lo ha sobrevivido en la historia, porque lo cierto es que fue Isidore Ducasse quien encontró el nombre de Lautréamont. Pero cuando lo encontró no estaba solo. Quiero decir que alrededor de él y de su alma había esa concentración microbiana de espías, ese ataque baboso y áspero de todos los parásitos más sórdidos del ser, de todos los antiguos aparecidos del no ser, esa tiña de aprovechadores innatos que en su lecho de muerte le dijeron: “Nosotros somos el conde de Lautréamont y tú no eres más que Isidore Ducasse, y te mataremos si no reconoces que sólo eres Isidore Ducasse y nosotros el conde de Lautréamont, autor de los “Cantos de Maldoror”, y murió una madrugada, en el confín de una noche imposible. Sudando y mirando a su muerte como por un orificio de su ataúd el pobre Isidore Ducasse frente al lírico Lautréamont. Y esto no se llama la rebelión de las cosas contra su dueño sino el libertinaje del siniestro inconsciente de todos contra la conciencia de uno solo.”
ANTONIN ARTAUD,
Les Cahiers du Sud (1946)
“ Y por eso creo que en última instancia y el último día murió el pobre Isidore Ducasse porque el conde de Lautréamont lo ha sobrevivido en la historia, porque lo cierto es que fue Isidore Ducasse quien encontró el nombre de Lautréamont. Pero cuando lo encontró no estaba solo. Quiero decir que alrededor de él y de su alma había esa concentración microbiana de espías, ese ataque baboso y áspero de todos los parásitos más sórdidos del ser, de todos los antiguos aparecidos del no ser, esa tiña de aprovechadores innatos que en su lecho de muerte le dijeron: “Nosotros somos el conde de Lautréamont y tú no eres más que Isidore Ducasse, y te mataremos si no reconoces que sólo eres Isidore Ducasse y nosotros el conde de Lautréamont, autor de los “Cantos de Maldoror”, y murió una madrugada, en el confín de una noche imposible. Sudando y mirando a su muerte como por un orificio de su ataúd el pobre Isidore Ducasse frente al lírico Lautréamont. Y esto no se llama la rebelión de las cosas contra su dueño sino el libertinaje del siniestro inconsciente de todos contra la conciencia de uno solo.”
ANTONIN ARTAUD,
Les Cahiers du Sud (1946)