27.10.05





Es un mundo extraño, dijo Lynch una vez escribiendo guiones y acariciando una oreja humana que se había conseguido como amuleto. Así recuerdo a una proserpina del pasado. Una coja y obesa musa, a la cual llamaba tiernamente capitana Ahab. Oh mi capitana siempre encrispada sobre las olas del equilibrio de su única pierna buena. Aquella que hercúlea sostenía la contextura de la susodicha cuando los tragos sobrepasaban su resistencia. Tragos que no eran pocos ni livianos. Muchas veces sucumbimos juntos a la tristeza, muchas veces recurrimos los bares del barrio Brasil tratando de olvidar amores ingratos, días incoloros, bolsillos vacíos. Pero ella siempre tenía para una dosis de alcohol, para sus cigarros de marihuana y otras cosillas que la equilibraban, la hacían olvidarse de sus formas de Gasco para convertirse en la que siempre quiso. Recuerdo sus conversaciones atragantadas por un trozo de completo, donde maldecía a las mujeres que respondían a la exigencia del mercado. Insultaba a las anoréxicas modelos y actrices desde su proscenio en el cual se convertía el asiento de una picada de la calle Compañía, donde se entregaba a los afanes sibaritas que podía dar un churrasco, una porción de papas fritas o un siempre noble completo.

Muchas noches quedé al regazo de sus enormes tetas. Gigantes lácteas. Ellas cobijaban con tibieza en invierno. Aunque la capitana Ahab se encontrara viajando en los océanos de la ebriedad o la drogadicción. Yo las miraba. Ella me dijo que aunque no pudiera moverse, su cuerpo era para mí. Era el único a quien le otorgaba semejante acción de confianza y amistad. No fueron pocas las veces que jugué con sus pezones. Hablé. Les canté. Hice poemas y los besé. Muchas veces miré su ombligo. Traté de mirar en su interior. Incluso una vez sentí ecos. Pero lo más impactante fue cuando exploré sus entrepiernas después de unas cervezas y otros menjunjes. Dueño de lo que ella había ofrecido. Su cuerpo. Bajé sus calzones, la abrí de piernas y me quedé frente a la abertura rosada. La abertura en la cual tiré mi neurosis. Hablé con su clítoris. Le dije que estaba triste, que no entendía a las mujeres. Pensaba que a la alarga se convertirían en asexuadas, reproduciéndose a través de bancos de semen. Entonces movió el labio superior e inferior para decirme que estaba equivocado, para variar. El placer del roce no sería cambiado. Mientras él estuviera ahí, al medio, los hombres no tendrían de que preocuparse. Había que comprender, el cuerpo femenino era territorio de caos, de hormonas, cambios bruscos, construcción y descontrucción, histeria. Debía tener paciencia. Luego recitó un verso del Tao : ES POR EL SIN DESEO Y LA QUIETUD POR DONDE EL UNIVERSO SE REGULA ASÍ MISMO.
¿ Dónde estará la gorda con su clítoris taoísta ?

Dr. Ambrosius